LEILA GUERRIERO: MIRAR, ESCRIBIR, VOLVER A MIRAR

Charla magistral para Santiago en 100 Palabras

Se hace por inconsciencia. Se hace porque uno no sabe lo que le espera. Se hace porque
si uno supiera lo que le espera –momentos en los que la voz parece haberse retirado para
siempre, momentos en los que la soledad se multiplica por cinco y se transforma en un
vector tan necesario como repugnante-, uno renunciaría antes de empezar. Se hace
porque debajo de la apariencia cándida de los juegos infantiles –de los soldaditos, de los
rompecabezas-, uno es un inadaptado. Se hace porque siempre se quiere estar en otra
parte. Se hace porque, aunque encaje, uno sabe que no encaja. Se hace porque allí donde
durante una visita escolar a una granja los demás niños ven vacas y caballos, uno
imagina –y por tanto ve- un campo repleto de jirafas azules y platos voladores
sobrevolando la copa de los árboles. Se hace porque uno tuvo una infancia en una casa
con biblioteca y un padre que contaba cuentos y una abuela alemana que leía en voz alta
historietas que de ninguna manera eran para niños. Se hace porque se leyó a Bradbury y
dieron ganas de hacerlo como él. Se hace por desesperación. Se hace por omnipotencia,
se hace para hacer a los demás lo que otros hicieron con uno, se hace por admiración, se
hace por imitación, se hace por soberbia. Se hace para vencer y para no ser vencido. Se
hace por amor, se hace contra el amor, se hace a pesar del amor. Se hace por
melancolía, por tristeza, por nostalgia, por miedo. Se hace para entender. ¿Por qué se
escribe? Porque con la vida no basta.


Me gustaría tener el recuerdo del momento exacto en que pude empezar a leer y creo
que lo tengo pero debe ser inventado: yo era chica, iba sentada en el asiento trasero de
un auto que seguramente conduciría alguno de mis padres, vi un cartel de ruta de esos
verdes con letras blancas y, de pronto, pude leer. Así, como un relámpago.
Posiblemente sea un mito de origen falso o incluso robado a otra persona. Porque
recordar el momento en que uno empieza a leer es como recordar el momento del parto,
el pujo final con que se llegó al mundo. Empezar a leer es un segundo nacimiento: el
universo se expande. Cuando se emprende ese camino –cuando uno empieza a
transformarse en lector- no hay vuelta atrás.
En algunos casos, la acumulación de lecturas produce un escritor. No siempre sucede,
no todos los lectores son escritores, pero no conozco un solo escritor al que valga la
pena leer que no sea, antes que eso, un gran lector. Para ambas cosas hay un estilo: un
estilo para leer, un estilo para escribir. No todos leemos lo mismo ni de la misma
manera, no todos escribimos lo mismo ni de la misma manera.
Y, si tengo que hablar de mi manera, de mis porqués y de mis cómos, debería repetir
aquella parrafada del principio. Si yo hubiera sabido en el cuarto de mi casa de la
infancia, donde escribía sobre un escritorio rebatible que salía desde un placard, que la
luz de ese globo de opalina con el rostro de un gato iluminaba algo más que las hojas
del cuaderno donde escribía cuentos con una lapicera Bic de punta fina, si hubiera
sabido que iluminaba un camino sin retorno, una entrega al dominio de las palabras y a
la prepotencia de querer dominarlas, un mundo en el que me esperaba la migración
constante a un universo interior en el que estaría absolutamente sola, sintiendo una
necesidad de consuelo que no llegaría nunca, hubiera apagado la lámpara y me hubiera
dedicado a otra cosa. A veces me lo reprocho: ¿por qué me hice esto? Pero ¿cómo iba a
saber yo, siendo una niña, lo que implica una vida dedicada a la escritura?
Y, de haberlo sabido, ¿hubiera podido, hubiera querido renunciar? No es una mala vida, pero a veces
es una vida muy mala. Que, por supuesto, no es lo mismo.


El escritor y periodista argentino Martín Caparrós se impuso en varios de sus libros
tareas que parecían imposibles. Contar la Argentina en El interior. Contar América en
Ñamérica. Contar el hambre en El hambre. Un país, un continente, una situación
mundial. Antes de eso, ya había viajado mucho y escrito acerca de países y ciudades,
como si hubiera estado preparándose para el gran desembarco. En su libro Lacrónica se
recopilan varios de esos textos, precedidos por una introducción en la que cuenta el
detrás de escena, los momentos de duda, de ira, de incertidumbre. Esos textos funcionan
como un alivio porque si él, que es uno de los grandes, pasa por ese proceso, ¿por qué
no pasaríamos los demás? En uno de ellos da cuenta de la dificultad que implica abordar
un tema tan enorme como un país, una ciudad. Dice: “Ahora ya sé que de todas maneras
–de alguna manera- todo termina por funcionar, pero igual me desespero en esas
primeras horas en que una ciudad, un tema, parecen demasiado grandes, ajenos,
inabarcables. Un domingo a la tarde estoy desempacando en un hotel de Port au Prince;
el hotel es una vieja casa inglesa de madera y hace un calor que te derrite el alma. No
quiero quedarme en la habitación, quiero dar una vuelta, ver algo de la ciudad. Puedo
llevar la cámara y hacer un par de fotos: es una buena excusa. La busco en el bolso, no
la encuentro. Vuelvo a buscarla: parece que me la robaron en el avión de Miami. Estoy
en Haití, es domingo, hace calor, me quedan cinco días y no tengo siquiera una cámara
de fotos. A los gritos, puteando, me pregunto para qué estoy acá, por qué carajo sigo
pagando tributo a la estúpida idea de que para contar algo hay que ir a verlo”.
Es una idea –ir a ver para después contar- que está en la base del oficio periodístico.
Caparrós, sarcástico cuando escribe “la estúpida idea de que para contar algo hay que ir
a verlo”, sabe que, aunque produzca incomodidad y hasta aburrimiento, el oficio
periodístico no puede ejercerse sin eso.
Ahora las redacciones están saqueadas, y los periodistas que aún trabajan en ellas se
habituaron o han sido obligados a mirar el mundo a través de las pantallas de sus
computadoras y de sus teléfonos. ¿Para qué entrevistar a un funcionario público en su
oficina si se puede hacer por zoom? Quizás para mirarlo a los ojos, para ver los gestos
nerviosos que hace ante preguntas incómodas, para percibir cómo trata a sus asistentes,
cómo nos invita o no a un vaso de agua, cómo se impacienta si no funciona el aire
acondicionado, cómo recibe una noticia inesperada y cómo reacciona ante eso, cómo se
distrae mirando por la ventana. ¿Para qué ir a la casa de la víctima de un incendio si
podemos hacer una video llamada y puede mostrarnos por la pantalla prolija y lisa de
nuestro ordenador los destrozos que ha dejado la catástrofe sin que nos ensuciemos los
zapatos? ¿Qué nos perdemos al no caminar con esa persona por los restos de lo que
alguna vez fue suyo, al no percibir la sequedad de la piel, ni los aullidos de los perros, ni
el olor del aire? Nos perdemos todo, el ruido de la vida, la estática, pero muchos hacen
de cuenta que da lo mismo.
El paso previo a la escritura es desarrollar una mirada. Un periodista no mira sólo con
los ojos. Escuchar, oler, tocar, también es mirar.
Apretar la mano de un entrevistado,
percibir si es un apretón fornido o flojo, también es mirar. Dibujar el retrato de una
persona o de una ciudad no se resuelve sólo haciendo preguntas. Se resuelve a lo largo
de semanas, meses, años de una mirada poderosa en la que se combinan la escucha
atenta, la observación de los detalles, la ausencia de juicio moral, la valentía para llevar al otro a zonas luminosas y oscuras, el temple para soportar el dolor sin dolerse y la alegría sin euforizarse.
Para contar hay que ir a ver. Eso implica someternos al tedio, la espera, el hambre, la
sed, la incertidumbre, entrar en un bosque confuso lleno de cosas magníficas y muy
malas y tener paciencia hasta que el panorama se despeje. Ver cuesta mucho, es un
devenir lento, un velo parsimonioso que se descorre de a poco. Los que no saben
esperar, los que intentan descorrer el velo a manotazos, no logran un texto sólido sino
un resumen burocrático, ciego, vuelto sobre sí mismo, que no comunica nada. El estilo
empieza en la mirada: sin mirada no hay estilo, y sin estilo no hay texto. Lo que hay es
un cascote.


¿Pero qué sabía yo de mirada o de estilo cuando, allá en mi infancia, sumergía los pies
en las orillas del mar de la escritura?
Nada. Las ideas de mirada, de punto de vista, de
voz propia, no llegaron a mí ni siquiera en la adolescencia. De todos esos años me
quedan retazos nebulosos de los cuentos que escribía, pero recuerdo perfectamente la
sensación que me provocaba escribir: un trance, una separación del mundo, el tiempo
detenido. A veces, mientras viajaba en auto con mis padres por el interior de la
Argentina, me ensoñaba mirando por la ventanilla y sentía urgencia física de escribir.
Lo hacía apenas llegábamos a un hotel o a un camping, siempre alentada por ellos que
me compraban libros, me sugerían ir a talleres literarios, me animaban a presentarme a
concursos. Yo sentía que con la escritura podía hacer cosas difíciles con resultados
eficaces: me encargaban un discurso para recibir a delegaciones deportivas que llegaban
de otros pueblos, y cuando lo leía las maestras lloraban. En la hora de literatura, cuando
nos mandaban a escribir una redacción sobre un tema determinado, sabía, sin petulancia
pero con certeza, que lo iba a hacer mejor que todos. Después la vida se encarga de
perforar nuestra omnipotencia con dudas, pero en aquellos años no había zozobras: sólo
un avance suicida sobre la que iba a ser mi vocación, alimentada por unos padres a los
que, claro, jamás se les ocurrió pensar que era una vocación con la que difícilmente
pudiera ganarme la vida. Todos estaban seguros de que sería escritora. Lo que nadie se
preguntaba era de qué vive un escritor. Esa pregunta cobró, ya en la adolescencia, tintes
desastrosos. Me sentía llamada, pero no entendía cómo seguir ese camino. Clarice
Lispector, en un texto titulado Escribir, dice: “Cuando conscientemente, a los 13 años
de edad, asumí mi deseo de escribir (…) me vi de pronto en un vacío. Y en ese vacío no
había quién me pudiera ayudar. Yo tenía que erguirme de una nada, tenía que
entenderme, inventarme a mí misma, por decirlo así, mi verdad (…) Y todo se hacía en
secreto. No le contaba a nadie, vivía aquel dolor sola. Una cosa ya adivinaba: era
necesario intentar escribir siempre, no esperar un momento mejor que este (…). Escribir
siempre me costó, aunque hubiera partido de lo que se llama vocación. Vocación no es
lo mismo que talento. Se puede tener vocación y no tener talento, es decir, se puede ser
convocado y no saber cómo ir”.
Yo no necesitaba mantener ningún secreto en torno a lo que hacía, pero ese vacío del
que habla Lispector también estaba en mí. Y no había nadie que pudiera ayudar. Al
principio estaba lleno de una incertidumbre práctica -cómo voy a hacer para tener un
empleo horrible y escribir en mis ratos libres-, y ahora también vive en mí, ya no bajo la
forma de aquella pregunta sino bajo otra, más amenazante. En él flota una frase que
dice: “Nunca será suficiente, nunca será demasiado”. La idea de continuidad que
menciona Lispector –escribir siempre, permanecer en estado de escritura- es,
paradójicamente, la misma materia de la que está hecho ese vacío. Por fuera de esa necesidad de escribir sobreviven pocas cosas. Es una fuerza gravitatoria que se lo traga
todo: el amor, el desamor, la alegría, un día de campo, las compras, la amistad. Todo
debe transformarse en escritura porque, si no, la vida no existe.

Hay un texto de Ursula K. Leguin, llamado Cuerpo viejo. Leguin dice: “Ahora mismo
no estoy escribiendo (…) Pero si nada tengo que escribir, no hay vuelta que darle. ¿Por
qué no puedo esperar con paciencia hasta tener algo? (…) Porque no hago ninguna otra
cosa igual de bien y ninguna otra cosa es igual de buena. Prefiero escribir a hacer
cualquier otra cosa. No porque sea un placer directo en el sentido físico, como una
buena cena o el sexo o la luz del sol. Escribir es una tarea ardua que no sume al cuerpo
en una actividad satisfactoria y una forma de alivio, sino en la quietud y la tensión (…)
En cualquier caso, al escribir me sumo en una especie de trance que no es agradable ni
ninguna otra cosa. No tiene atributos. Es una inconsciencia del ego. Al escribir soy
inconsciente de mi propia existencia o de cualquier existencia salvo en las palabras que
suenan y forman ritmos y se conectan y forman sintaxis”.
Encontré una entrevista a Jon Fosse, el noruego que ganó este año el premio Nobel de
literatura. La leí mientras atravesaba días raros. Las neuronas no me hacían sinapsis sino
cortocircuitos. Los pensamientos nadaban hacia la superficie como buzos en búsqueda
de oxígeno, pero morían antes de llegar. Es un estado recurrente en quien escribe y
puede resumirse en una frase de temperamento infantil: “No me sale”. Ese “no me sale”
oculta una amenaza: “No me va a salir nunca más”. Es una ineptitud que se repite cada
tanto pero no por conocida resulta menos desesperante. Tampoco puede saberse por qué
sobreviene. A veces, acontece después de un período de escritura fértil, cuando uno
siente que no tiene nada más para decir. Una suerte de “Ya está”. Sólo que ese “Ya
está” no tiene el sonido armónico de la tarea cumplida sino el eco que hace una lápida al
caer sobre una tumba. La vida de alguien que escribe, o al menos la mía, está
organizada en torno a la escritura: la soledad, la ausencia de distracción. Si no hay
escritura, el mundo se desintegra. En ese estado de insolvencia mental, de “no me sale”,
leí la entrevista con Fosse en la que él dice: “Yo no intento expresarme cuando escribo.
Intento escapar de mí mismo (…) Si fuera una persona feliz, feliz con mi teléfono
móvil, sintiéndome bien y afortunado, no creo que escribiera”. Y entonces entendí algo
que seguramente olvide pronto: la escritura es una coartada. Una tapadera del profundo
deseo de eyectarme de mí misma, de sumirme en un mundo donde yo no esté. Cuando
la escritura no fluye, cuando no logro embarcarme en esa navegación hacia la nada, me
inundo de mí, de la forma confusa que tengo de estar viva.


Imaginen esto: un periodista sale de su casa con el objetivo de contar una ciudad que no
conoce. Llega a esa ciudad y en medio de los puentes, los semáforos, los restaurantes de
comida rápida, las motos, las personas, debe encontrar un punto de vista. Un sitio donde
apoyar su cámara. Una historia. ¿Qué hacer, qué mirar? ¿Entrar en una tintorería, hablar
con gente que pasa por la calle, armar un texto con trozos descosidos entre sí que no
hacen pie en ninguna parte? Cualquier autor de no ficción que domine su herramienta
sabe que la ciudad nunca es el tema: que para contar una ciudad hay que encontrar el
hilo fantasma que hile esa conversación dispersa. Así, por ejemplo, la crónica Algo
supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace, no es una
crónica sobre un viaje de siete días en un megracrucero por el Caribe sino un viaje
angustiante y desasosegado al corazón más negro de los trucos que la raza humana
encuentra para no pensar en la máquina de aniquilación que es la vida empujando hacia
la muerte. Así, por ejemplo, el texto de Joan Didion llamado Adiós a todo aquello, en el que narra la manera en que se mudó desde California a Nueva York por seis meses y
terminó quedándose seis años, es la disección de la forma en que una muchacha
empieza a ser ella misma en una ciudad maravillosa en la que no encaja, sin dejar de ser
una crónica de la Nueva York de comienzos de los sesenta, con sus fiestas y sus cafés y
sus estaciones de tren y sus editores y sus revistas de moda. Después de arrojada la
bomba, cuando los norteamericanos tenían un sentimiento profundamente antijaponés,
John Hersey fue a Hiroshima, entrevistó a seis de los sobrevivientes de la bomba y
publicó un libro, llamado precisamente Hiroshima, que lleva más de tres millones de
ejemplares vendidos porque no es un libro sobre una bomba arrojada en 1945 sino sobre
las consecuencias de nuestros actos.
“Creo que la crónica –decía el periodista venezolano Boris Muñoz, en una charla de
2008- necesita conjugar la mirada subjetiva con una experiencia transubjetiva y, en ese
sentido, una experiencia colectiva. Su importancia debe trascender lo meramente
subjetivo y conectarse con un interés colectivo. Sólo así puede revelar ese lado oculto o
poco visto de las cosas y transmitirlo (…) Sin embargo, para lograr una buena crónica
hace falta no sólo talento y buena pluma, sino también una gran dosis de capacidad de
observación de la realidad y de cierta disciplina de la mirada. Diría que hace falta una
buena dosis de un tipo de entusiasmo especial, porque se trata de un entusiasmo
disciplinado y crítico –a veces hasta escéptico– ante lo que se ve”.
Lo que se aplica a escribir a una ciudad o un país se aplica a las personas. Un retrato
escrito, un perfil, no es una entrada de Wikipedia o un currículum extendido. Detrás de
todo perfil hay un tema que excede la vida de quien se narra, y ese tema es tan universal
como reductible a pocas palabras: la historia de una huída, la historia de una afán, la
historia de un rencor.


Hace años, el pintor argentino Guillermo Kuitca me dijo: “Al fin y al cabo ningún
artista se salva de encontrarse consigo mismo demasiado pronto; la experiencia de
encontrarte a vos mismo mucho antes de lo que podés”. Yo no sé si soy una artista, pero
siempre tuve esa sensación de haberme encontrado conmigo misma en un momento
inadecuado. ¿Fue la voz de mi padre recitando en largas tardes de domingo aquel
“Nunca más” que emitía el cuervo del poema de Poe lo que me dio una consciencia
lacerante del tiempo perdido, de lo que se deja pasar inadvertidamente y ya no vuelve?
¿Fue leer a Sartre a una edad temprana lo que me arrancó de cuajo toda creencia en una
fuerza superior y me arrojó a un mundo en el que entendí que uno está siempre solo?
¿Fue el gesto desconcertado de las primeras amigas con las que compartí cosas que me
sucedían o que pensaba, fue la forma en que esas chicas cambiaban de tema, esa falta de
interés o el gesto de reticencia con que se protegían ante el exceso de información, lo
que me llevó a hacer lo que hago: mirar y escuchar con tanta paciencia, con tanta
entrega, con tanto olvido de mí, las historias de otros?


Hace poco escribí esto: “El arte de salir a ver consiste más en mirar que en preguntar, y
de las decenas de cosas que suceden a nuestro alrededor sólo unas pocas servirán para
resumir, en un gesto o un diálogo, toda una situación. Por supuesto que conversar con
los protagonistas de la historia es fundamental, pero también lo es establecer un sistema
de observación que permita insertar el relato que hace la gente de su propia vida en el
marco de su vida tal como la ejecuta. Es como leer la partitura y escuchar la partitura interpretada: el reporteo bien hecho debe abarcar las dos cosas y, para eso, es necesaria
la permanencia”.
Pero la permanencia no garantiza nada. Se puede estar allí durante meses, y no ver
absolutamente nada.
En el año 2004 o 2005 publiqué un libro que se titula Los suicidas del fin del mundo. Es
la historia de doce personas muy jóvenes que se suicidaron en un pequeño pueblo de la
Patagonia argentina. La editorial concertó varias entrevistas para su lanzamiento. La
primera pregunta que me hicieron casi todos mis colegas fue: “¿Por qué se suicidaron?”.
Yo había visto llorar a familiares, amigos y novias como si las muertes hubieran
acontecido ayer, los había visto mostrarme el sitio en el que se había ahorcado su hija, el
placard donde aún guardaban su ropa. Pero jamás había hecho –ni me había hecho- esa
pregunta. La respuesta era ese pueblo, era la vida de los muertos, eran las vidas de sus
madres y sus padres, eran el viento, el tedio, el silencio, el olvido, el petróleo, el
desempleo. No había una respuesta lineal. La respuesta era el libro. Me preguntaban,
también, cómo me había afectado escuchar tantas historias duras. Pero yo no había
sentido pesar al escucharlas sino cierta tranquilidad: “Si me cuentan esto –pensaba cada
vez que podía avanzar un tramo en la reconstrucción de los hechos- es porque confían
en mí y creen que puedo hacerlo bien”.
Ahora, a comienzos de este año, publiqué otro libro. Su título es La llamada. Cuenta la
historia de Silvia Labayru, una mujer argentina que militó en Montoneros, una guerrilla
armada de extracción peronista, en los años 70. Fue secuestrada por la dictadura militar
en diciembre de 1976 cuando tenía 20 años y estaba embarazada de cinco meses.
Permaneció en un centro clandestino, la ESMA, hasta junio de 1978. Durante su
cautiverio fue torturada, parió a su hija sobre una mesa, la obligaron a hacer trabajo
esclavo, fue violada reiteradamente por un oficial. Cuando los militares la liberaron y la
enviaron junto a su hija de un año y medio al exilio en Madrid, su ex compañeros de
militancia la repudiaron por considerarla una traidora, sospechosa por el hecho de estar
viva. El libro se ocupa, a lo largo de cuatrocientas paginas, de mostrar los pliegues de la
experiencia de la protagonista hasta llegar al día de hoy, cuando se reencontró con un
antiguo amor del cual la militancia y el secuestro la habían separado. En las entrevistas
que me hicieron después del lanzamiento se repitieron dos preguntas: cómo me había
afectado escucharla, y por qué creía que ella estaba viva. Era una versión actualizada de
“por qué se suicidaron”, y dejaba en evidencia cuán distinta era mi mirada de la de mis
colegas. A lo largo de los dos años en los que entrevisté a esa mujer jamás me hice esa
pregunta que, para un sobreviviente, es kryptonita. En su reverso yace una acusación:
algo hiciste para que no te mataran. Y no me la hice no porque sea una persona de
imaginación limitada o una persona piadosa: no me la hice porque yo no miro así. La
pregunta “por qué” es la más difícil de responder, no sólo en el periodismo sino en la
vida. ¿Por qué estoy acá, leyendo esto? ¿Por vanidad, por regresar a Santiago donde no
regresaba desde enero de 2020, porque tenía unos días libres y no sabía qué hacer, por
todo eso, por nada de todo eso? Yo no entrevisté a una persona que pudo o no haber
hecho algo específico para sobrevivir sino a alguien que tenía un pasado, un presente,
unos miedos, unos hijos, unos perros, unos gatos, unas casas, unos oficios. Una historia
que iba mucho más allá de su supervivencia. La pregunta, por qué creés que está viva,
aún hecha con buenas intenciones, habla de un prejuicio: el de creer que hizo algo para
estar viva y que no fue la perversidad arbitraria de los militares el marco en que se tomó
la decisión de liberarla.
Claro que tener prejuicios es tener, al menos, algo. Una certeza antes de diluirnos en el
océano del otro. Abandonar los prejuicios es quedar a la intemperie. En su conferencia
titulada La crisis humana, Albert Camus decía: “No se piensa mal porque se es un asesino,
se es un asesino porque se piensa mal. Por lo tanto, se puede ser un asesino sin haber
matado nunca. Y por eso todos somos, más o menos, asesinos. Lo primero que hay que
hacer es simplemente rechazar, en el pensamiento y en la acción, cualquier forma de pensar
condescendiente, conformista o fatalista”. La conferencia es de 1946, y tiene vigencia
infinita.


Pero si en la infancia, la adolescencia y la primera joven adultez no sabía nada acerca de
la mirada ni de la voz propia, ¿en qué momento empecé a saber algo, si es que sé? La
mirada, como la escritura, es una tarea de acumulación y descarte. Una suma de
deslumbramientos y de errores. Un ejercicio, una disciplina.

Cuando era chica leía libros que estaban por encima de mis posibilidades, cosas que no
entendía del todo. Leer sin entender insemina una idea sublime, la idea de
sedimentación: no entendí qué le pasaba a Raskolnikov la primera vez que leí Crimen y
Castigo, ni el sentido de la inmovilidad enfermiza de la atmósfera que recubre Muerte
en Venecia, pero esas lecturas fertilizaron una zona que no puede ser fertilizada por la
razón. Hace bastante tiempo escribí, en la revista Sábado, de El Mercurio, una columna
que se llamaba Entender y no entender. Hablaba allí de que había salido a caminar por
una ciudad que no conocía, sin contexto, sin información. Decía esto: “Terminé en un
parque industrial rodeado de viviendas achaparradas con vista a un supermercado, pero
por el camino vi cosas interesantes. Una enorme plaza con una enorme iglesia que pudo
haber sido la catedral, o no. Un templo de no sé qué religión con las puertas abiertas a
través de las que se veía gente sentada en el piso y comiendo con las manos de cuencos
de metal. Un barrio entero con olor a una sopa inexplicable, porque era el olor de la
sopa que hacía mi abuela alemana. Calles empinadas por las que caminaban mujeres
vestidas con ropa hindú y otras con yihab. Árboles desconocidos que daban flores
amarillas. Un playón que creí un estacionamiento pero que era un cenotafio con los
nombres de las víctimas de un atentado del cual yo no tenía noticia. Una extraña roldana
que colgaba de las puertas de muchas casas. Orquídeas y karaokes. Comercios de todo
tipo (farmacias, ópticas, tiendas de ropa) que tenían pegada en la vidriera una
calcomanía con el dibujo de una hoja de cannabis. Una avenida repleta de ferias
americanas y acuarios de peces tropicales. Una zona de galerías de arte que parecían
tener una fijación con el alambre como materia prima. Durante dos horas no supe qué
veía ni cómo entenderlo. ¿Estaba contemplando signos de integración o, por el
contrario, caminaba por un ghetto; qué extraño gusto por la deformidad musical
evidenciaban esos karaokes; eran las roldanas un vestigio del medioevo o un moderno
plan de la alcaldía para deshacerse de la basura? Leer la realidad siempre me ha
parecido difícil, pero leerla sin un marco de referencia me resulta llanamente peligroso
porque puede llevar a conclusiones falsas a partir de impresiones superficiales. Hace
poco estuve en una ciudad que conozco bien –Madrid-, y en la que casi no puedo
perderme aunque quiera. Salí a dar vueltas por Lavapiés, por la Latina, y terminé en el
museo Reina Sofía. Me senté en una escalinata y me quedé pensando en mi profundo
rechazo a ver sin entender (…) Me pregunté qué pude haber comprendido a los 13 o 14
años leyendo a Rimbaud, o a los 18 leyendo a T. S. Eliot. Cuando en La tierra yerma
leía ese pasaje que dice “Madame Sosostris, famosa clarividente, / tenía un fuerte
resfriado y, sin embargo,/ se le conoce como la más sabia mujer de Europa”, no sabía
quién era madame Sosostris ni qué tenía que ver el resfrío con la sabiduría, pero seguía
adelante y me ahogaba de emoción y retomaba el poema desde el principio sólo para
volver a pasar por esa zona que me producía un chispazo eléctrico. Ahora eso –leer sin
entender- ya no me sucede tan seguido. Pero vivo esperando que me suceda: volver a
experimentar ese estado de elevación que se produce al leer en trance, siguiendo una
pista oculta, una promesa velada, hasta que una palabra o una frase echan luz sobre
todo, y no necesariamente una luz de comprensión. No soy inmensa ni contengo
multitudes, como decía Walt Whitman, pero es probable que sea, al menos, dos
personas. Una que no es capaz de ver la realidad sin entenderla. Otra, quizás mucho
mejor, que busca desesperadamente leer -pensar- como si estuviera loca”.
En una entrevista que se le hizo a Alan Pauls acerca de su libro Trance, decía que
cuando vio 2001, Odisea en el espacio, una película que se estrenó en 1970, tenía
12 años y no entendió nada. “Eso –dijo Pauls- hizo que fuera una de las películas
que más me marcó. Ese no entender nada significaba que se estaba construyendo
en mí una especie de reserva de dudas, perplejidades, incertidumbres, que fueron
las que me alimentaron durante años y que reaparecían cada vez que veía 2001.
Para mí es muy importante ese factor de peligro en la lectura, leer algo que no es
para tu edad. Es ponerse en peligro”.
Creo que en buena parte edifiqué eso que se llama mirada poniéndome siempre en
peligro, leyendo realidades que no eran para mi edad porque nunca nada es para mi
edad y espero que nunca lo sea. La edifiqué tratando de comprender personas y
circunstancias cada vez más difíciles, no como una estrategia sino obedeciendo al
impulso que, dentro de mí, latía diciendo: “No es suficiente, nunca es demasiado,
hay que ir más lejos, más alto, buscar siempre lo más desconocido”.


La última novela de Rodrigo Fresán, El estilo de los elementos, está protagonizada por
un chico de diez años que rechaza con todas sus fuerzas la idea de ser escritor y abraza,
con la misma fuerza, la idea de ser lector. La novela está plagada de frases sobre la
escritura que destellan por su emoción y su inteligencia. Allí, en la voz de quien narra,
en la voz de su protagonista, Land, o del fabuloso personaje adulto César X Drill,
Fresán escribe cosas como esta: “Así que Land aprende, casi brujeril, a mirar mucho a
los demás y a verse lo menos posible a sí mismo. Mirar a los demás es leer, verse a uno
mismo es escribir.”
La escritura de no ficción quizás sea lo mejor de dos mundos: mirar a los demás para
leer a los demás, y escribir sobre los demás para dejar de verse a uno mismo.


Hace unos meses, Verónica Bonacchi, una colega que vive en la Patagonia argentina,
me envió un correo electrónico que decía: “Este es el final de una carta que le escribió
Saul Bellow a Bette Howland, una escritora que se había tomado un frasco entero de
pastillas para matarse y despierta en el ala psiquiátrica de un hospital de Chicago.
Bellow, que era amigo, la envía con la intención de animarla a escribir más allá de cómo
se encuentra, o más bien apoyándose en ese estado. “En cuanto a escribir –le dice
Bellow en la carta- creo que deberías hacerlo, en la cama, y ​​aprovechar tu infelicidad.
Yo lo hago. Muchos lo hacen. Uno debería cocinar y comerse su miseria. Encadenarla
como a un perro. Aprovecharla como si fueran las Cataratas del Niágara, para generar
luz y suministrar voltaje para sillas eléctricas”
A eso me refiero cuando digo que la vida de alguien que escribe puede ser una vida muy
mala. No son las historias de los otros las que lastiman. No es el dolor del otro, la
tristeza del otro, la orfandad del otro lo que lastima. Mi propia historia, que es más bien
aburrida, tampoco es la que lastima. Es esa desesperación, ese vacío que funciona como
el combustible del que bebe todo lo demás. Por eso es una vida mala: porque sin vacío
quizás no haya escritura, sin combustible oscuro quizás se apague la luz. Quizás no,
pero quién se atreve a averiguarlo.


Si uno escribe es porque antes, y durante y después, leyó, lee, leerá. Pero en el caso de
los autores y autoras de no ficción, leer no significa leer libros o artículos o noticias.
Leer significa leer personas, ciudades, situaciones, países. Después de observar esa
cartografía incierta hay que darle forma al paisaje, con sus ríos, sus bosques, sus vientos
huracanados. Hacerlo es como armar un rompecabezas de miles de piezas sin una foto
de referencia. O mejor: un rompecabezas donde la figura final es al mismo tiempo la
foto de referencia. Se trata de emprender un camino arduo y entender, en medio del
ruido y la furia del tiempo en presente, qué es lo que se mira. Es una tarea solitaria, en la
que lo único con lo que se cuenta es la confianza en uno mismo.
Es notable, me digo, cómo tuve, en los primeros años como periodista, la capacidad de
avanzar convencidísima de saber lo que estaba haciendo. Mi mirada de ahora es muy
parecida a la que tenía entonces, y si bien había muchas cosas que pulir y afinar, ya
estaban allí la ausencia de prejuicio, la insistencia en el territorio. Mi visión política,
social, cultural, sigue siendo aquella pero la forma de traducirla en palabras ha
cambiado mucho. Antes subrayaba con demasiado énfasis algunas cosas trágicas y
elevaba con enjundia el talento de los talentosos. En los finales de aquellos textos se
notaba el empeño torpe por tocar una fibra de emoción. Las descripciones pasaban
apenas por mentar algunos rasgos, gestos, muebles, la forma en que las personas
estaban vestidas. Era, también, un poco más complaciente y en muchas ocasiones
resolvía un perfil a partir de una sola entrevista larga. Eso cambió a fines de los años
noventa, porque entendí que ciertas partes superficiales de la prosa, cierta falta de
complejidad, provenía de la escasez del reporteo. Ahora, para hacer un perfil, puedo
pasar meses entrevistando a una persona, yendo con ella a los ensayos de su banda, a la
sala de edición donde montan su película, al sitio donde la tuvieron secuestrada. La
densidad de la prosa proviene de esa mirada insistente. Pero sin aquella chica jovencita
que tenía una enorme confianza en sí misma no hubiera llegado jamás a esta forma de
trabajo. Hay un texto titulado Una cuestión de confianza, de Ursula K. Leguin. Dice:
“La confianza en uno mismo como escritor se parece mucho a otros tipos de confianza,
la de un fontanero o un maestro o un jinete: se adquiere con la práctica, se consolida
poco a poco (…) Y en ocasiones, en especial si eres novato, finges: actúas como si
supieras lo que haces, y quizás hasta te sales con al tuya. A veces, si actúas como si
tuvieras un don, acabas por tenerlo (…) Primero tienes que aprender a escribir en tu
propio idioma y aprender a contar historias en general: adquirir técnicas, práctica, todo
eso, a fin de tener el control. Y luego debes aprender a soltarlo (…) Dirán: no se
aprende a montar a caballo, a dominar el caballo, a conseguir que haga lo que uno
quiere, para luego quitarle el cabezal y montar a pelo, sin riendas (…) No obstante, es lo
que yo recomiendo (…) A mí no me alcanza con ser un buen jinete, quiero ser un
centauro. No quiero ser un jinete que controla el caballo; quiero ser el jinete y el
caballo”.
Creo que eso, ser un centauro, es lo que queremos muchos.


La escritora norteamericana Joan Didion dijo algo que solemos repetir quienes
escribimos: “Escribo enteramente para averiguar lo que estoy pensando, lo que estoy
mirando, lo que veo y lo que significa. Lo que quiero y lo que temo”. No por repetido
deja de ser verdad: escribir es la única manera de averiguar qué se quiere escribir.
Didion dice, también, que “Cambiar la estructura de una oración altera el significado de
esa oración, tan definitiva e inflexiblemente como la posición de una cámara altera el
significado del objeto fotografiado”.
Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, comienza así: “El día en
que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones
donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar
se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros”. García Márquez no escribió:
“Santiago Nasar tenía que esperar el buque en que llegaba el obispo. Se despertó a las
5.30 de la mañana. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía
una llovizna tierna y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por
completo salpicado de cagadas de pájaros. Ese día lo iban a matar”. La información está
ahí –hay una persona llamada Santiago Nasar que despierta a las cinco y media de la
mañana, que ha tenido un sueño feliz que le produce inquietud en la vigilia, que debe
esperar un buque en el que llega el obispo, y ese día lo van a matar- pero al cambiar la
estructura algo se ha desvanecido: el aguijón de la inminencia que García Márquez
clava con saña en el párrafo desde las primeras palabras: El día en que lo iban a matar.
Ese fluido fantasmal, esa amenaza, coloca la narración en un vibrato único. El cuervo de
la inquietud aletea ante los ojos del que lee. Llevando las cosas demasiado lejos se
podría pensar que García Márquez pudo haber escrito “El día en que lo iban a matar,
Santiago Nasar decidió ponerse pantalones azules y desayunar pan con palta”. Hubiera
dado igual. Porque el daño que produce esa primera frase ya está hecho. Esa decisión,
esa mezcla de dominio técnico, talento, mirada y consciencia de que no da lo mismo
decir las cosas de cualquier forma, es escribir.


Ahora, un poco de palabrería. La estructura de un texto consiste en manejar bien la
claridad, la organización y la eficacia, y para eso es necesario tener olfato narrativo y
saber cómo unir los elementos del reporteo para que no sean una simple acumulación de
datos. Lo primero es decidir qué es esencial y qué no, algo que, por supuesto, sólo se
averigua escribiendo. Supongamos que tenemos el perfil de un músico que, de niño,
tuvo que partir al exilio con sus padres, militantes de izquierda, a Chile, y que desde ahí,
una vez comenzada la dictadura de Pinochet, marchó exiliado a Venezuela, y que desde
ahí volvió a la Argentina en plena dictadura militar. El resultado es un músico talentoso
y una persona paranoica, muy cuidadosa de lo que dice, reservada. En ese texto será
esencial hablar de su historia de exilios y desarraigos, de su paranoia, de su talento. Una
cosa está envuelta en la otra y viceversa: la paranoia no se explica sin sus exilios y
desarraigos y, a su vez, su talento incluye esas experiencias. Una vez que están claros
los ejes centrales, se sabe que, si se le da más peso a algo por sobre lo demás –si se le da
más espacio a su paranoia y menos a su talento-, el perfil quedará sobrecargado en esa
dirección: se corre el riesgo de presentarlo como un talentoso sin paranoia, o como un
paranoico sin talento. Que todas esas cosas tengan el peso y la jerarquía que les
corresponde depende del punto de vista de quien narra que, a vez, lo habrá elaborado a
partir de los testimonios recogidos durante el reporteo. La estructura es la clave de la
narrativa y cada frase del relato está construida sobre la anterior, sin dejar cabos sueltos,
conectando todas las partes con elegancia y claridad, evaluando qué se debe contar en
cada etapa para que la historia no pierda sus puntos de tensión, mezclando siempre los
hechos con cómo se sintieron o se sienten las personas involucradas en esos hechos.
Escribir un buen texto de no ficción es excavar en profundidad para salir a la superficie
y dejar que lo escrito despliegue las branquias respirando el aire que le da sentido.


Después de la palabrería, dejemos hablar a los que saben. Elvio Gandolfo, escritor y
crítico argentino, escribió sobre la escritora argentina, ya fallecida, Hebe Uhart, que “se
encuentra entre aquellos escritores donde un modo de mirar produce un modo de decir,
un estilo. Roberto Juarroz decía que “no podemos conocer lo que tenemos delante si de
alguna manera no lo convertimos en otra cosa, si de alguna manera no volvemos a
crearlo”. “Lo que sabemos o lo que creemos afecta a cómo vemos las cosas -escribe
John Berger-. En la Edad Media, cuando la gente creía en la existencia física del
Infierno, la vista del fuego seguramente debió de haber significado algo muy distinto de
lo que implica hoy (…) Sin embargo, que la vista llegue antes que las palabras, y que
estas nunca la cubran por completo, no es una cuestión de reacción mecánica a los
estímulos. Solo vemos aquello que miramos, y mirar es un acto de elección (…) El arte
de la narración consiste en lo que se deja fuera de la misma”.
Escribir implica acomodar palabras pero, sobre todo, descartarlas y así crear la lengua
que usamos para escribir. Mirar es un acto de elección, y el clivaje de esa elección
termina en la escritura. Ese destilado, esa traducción, es lo que llamamos estilo: una
mirada traducida en palabras. Una mirada floja, despersonalizada, produce una escritura
floja, despersonalizada. Por ejemplo, suele echarse mano del adjetivo “indescriptible”
para narrar cosas que serían perfectamente descriptibles si se hiciera un esfuerzo: el
incendio es indescriptible, el dolor de los padres cuyo hijo fue asesinado es
indescriptible, la belleza de un paisaje es indescriptible. Eso no es escribir. Es ser
perezoso. Vean este texto de Anne Carson: “La razón por la que bebo es para entender
el cielo amarillo, el gran cielo amarillo, dijo Van Gogh. Cuando contemplaba el mundo
veía los clavos que clavan los colores a las cosas y veía el dolor de los clavos”. O este
otro: “Día tras día cuando me despierto pienso en vos. Alguien colgó en el aire gritos de
pájaros como si fueran joyas”. Hacer el esfuerzo es escribir. Borrar todas las huellas de
ese esfuerzo es ser, como Anne Carson, un genio.


Hay un libro de Jean Genet, llamado El funambulista. A mediados de los años
cincuenta, Genet conoció a Abadallah Bentaga, un hombre muy joven. Fueron amantes.
Genet lo incitó a transformarse en un artista de la cuerda floja, y escribió ese texto que
es una suerte de teoría estética que, partiendo del arte de caminar sobre un cable de
acero, habla de la relación entre el artista y su arte. Dice allí: “Ese amor –casi
desesperado, cargado de ternura- que debes profesar a tu alambre poseerá tanta fuerza
como la que manifiesta el propio cable de acero al sostenerte (…) Lo amarás, con un
amor casi carnal (…) Pídele que te sostenga, y que te conceda la elegancia y la
nerviosidad de la corva. (…) La Muerte –la Muerte de la que te hablo- no es la que
acompañará tu caída, sino la que precede a tu aparición sobre la cuerda floja. Mueres
antes de encaramarte a ella. El que bailará está muerto: decidido a todas las bellezas,
capaz de todas ellas (…) Cuando ya nada te ate al suelo, podrás danzar sin caer. Pero
procura morir antes de hacer tu aparición, y que un muerto baile sobre el alambre”.
Habla sobre el funambulismo, pero siempre me pareció que hablaba de la escritura.
En el mito de Sísifo, Albert Camus describe a Sísifo subiendo la montaña con la roca a
cuestas hasta que, después de alcanzar la cima, ve cómo la piedra desciende de nuevo
hacia la llanura. Entonces dice: “Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa”,
porque es “la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en los que abandona
las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino.
Es más fuerte que su roca (…) Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde,
conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso.
La clarividencia que debía constituir su tormento conforma al mismo tiempo su victoria.
No hay destino que no se venza con el desprecio (…) El esfuerzo mismo para llegar a la
cima basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”.
Cada vez que empiezo a escribir sólo tengo una meta: haber escrito. Poner el punto
final. Pero sé que en el instante en que ponga el punto final sólo querré regresar a ese
lugar sin tiempo y sin espacio de la escritura. Soy, entonces, el Sísifo que puedo ser.
Subo la roca y la veo rodar montaña abajo con la genuina voluntad de volver a
levantarla, con la mentirosa esperanza de que esta vez sea la definitiva, con la nada
secreta ambición de equivocarme, de que eso no sea así.