SELVA ALMADA: LAS CIUDADES SE ESCRIBEN CON DETALLES PEQUEÑOS: CALLEJEO Y OBSERVACIÓN

Charla magistral para Santiago en 100 Palabras

Mirar, escuchar, vagabundear, ser flaneur en la ciudad que habitamos o en la que visitamos por primera vez. Dejarse llevar y dejarse asombrar. Observar con el rabillo del ojo. Descubrir las nimiedades, los sitios que sólo tienen interés para uno mismo. Y escribir apañados por la singularidad de la propia mirada.

Para quienes hemos crecido en pueblos pequeños de provincia, las grandes ciudades siempre tuvieron una mezcla de fascinación y espanto, de atracción y rechazo. Las construcciones encastradas como en un tetris, el gentío, los olores, los sonidos, las luces. Algunos, como yo, hemos ido tras ellas, seducidos por las luminarias de faroles y carteles de neón igual que polillas, aun a riesgo de pulverizarnos y arder en esa luz.

Cuando era chica, la ciudad era el sitio de donde una ya no volvería la misma o del cual tal vez no volvería nunca. La ciudad era la posibilidad de perderse para siempre, de desaparecer o de transformarse en otra persona. Les pasó a las tías de mi madre que se fueron jovencitas en busca de trabajo, regresaron los primeros años al pueblo para las fiestas, después en forma de cartas esporádicas y más tarde fueron solo muchachas en viejas fotografías del álbum familiar. Les pasó a dos tíos míos. Uno murió solo en una casa que nunca visitamos, en condiciones poco claras. El otro se pegó un tiro en una casa que tampoco conocimos.

La gran ciudad siempre fue el lugar de las grandes promesas: salir de pobre, hacer fortuna, brillar en una profesión, triunfar como artista. En la película Soñar soñar, de Leonardo Favio, cuando uno de los protagonistas se está yendo, salen a dar vueltas con otro en una bicicleta voceando: “¡Carlitos se va para Buenos Aires a trabajar de artista!”. La mudanza de uno, la posibilidad de irse hacia un futuro de oro, es celebrada por todo el pueblo.

Cuando yo tenía 8 años, mi abuela Siomara también decidió emigrar a la metrópoli para trabajar de mucama. Una decisión osada para una mujer de casi cincuenta años, viuda, a principios de los ochenta. Pero lo hizo y fue una enamorada de Buenos Aires hasta el último día de su vida que, contra sus deseos, terminó otra vez en el pueblo al cuidado de mi madre y mi tía. Nunca antes había salido más allá de algunos pueblos vecinos y todo habrá sido sorpresa para ella: los ascensores y las escaleras mecánicas, los rascacielos, las vidrieras de las grandes tiendas del centro, los teléfonos públicos desde los que a veces nos llamaba a la casa de la vecina pues nosotros no teníamos teléfono. En sus días libres, por lo general desde el sábado después del mediodía hasta el domingo por la noche, la abuela tenía un lapso de tiempo para sí misma. Pero cobraba un sueldo de mucama y casi no conocía a nadie en Buenos Aires, no podía permitirse grandes lujos en esa ciudad que no paraba de exhibirlos. Su entretenimiento durante los francos del trabajo habrá sido caminar a la deriva como una flaneur, observándolo todo con sus ojos de mujer provinciana, dejándose seducir por la novedad, y, al mismo tiempo, tratando de pasar desapercibida, de ser una más de las que se sentaba en la plaza San Martín a darle de comer a las palomas o de las que entraba en un cafetín porteño de Avenida de Mayo a tomarse un cortado. 

En esas caminatas solitarias, la abuela miraba para conocer, miraba por curiosidad, pero también miraba para contar. Tal vez el mismo domingo en que volvía a su pieza de servicio en la casa de los patrones, empezaba a escribir una carta que quizá suspendía al rato porque al otro día había que madrugar, y retomaba los días siguientes en los descansos que le permitía su trabajo. La abuela no había terminado la escuela primaria, pero había aprendido a leer y a escribir. Tenía una letra filosa y apretaba mucho la birome contra el papel, tenía errores ortográficos y de puntuación, pero, sobre todo, tenía el deseo de contarnos en esas cartas la ciudad que estaba descubriendo. 

Sus cartas eran también mapas personales, un itinerario particular y muy suyo. Quizá, aunque después las echara al correo y llegaran a nuestras manos, a esas cartas las escribía para sí, para registrar esa ciudad que conquistaba un poco más en cada paseo. 

Sus relatos estaban ocupados en cosas importantes, por ejemplo monumentos, el cambio de guardia de los granaderos en el cabildo, o las pinturas de Quinquela Martín en el barrio de La Boca, pero también había lugar para cosas pequeñas: la floración de los palos borrachos en la avenida 9 de julio, una mercería que en su vidriera tenía exhibidos más de mil botones diferentes, ni uno igual a otro, los peinados que usaban las mujeres paquetas, o las gracias que hacían los monos una vez que fue al jardín zoológico. Esos detalles eran los que más me gustaban. Tal vez porque ahí estaba la mirada de la abuela, porque esos detalles me contaban lo que no podía contar nadie más que ella.

Sin tener ninguna intención de convertirse en escritora, la abuela había aprendido que toda escritura empieza simplemente en un detalle. Eso decía la querida Hebe Uhart: para encontrar las particularidades de un lugar, hay que escribir desde los detalles que se observan.

Pero además de esos paseos semanales que la alejaban del barrio donde vivía y trabajaba, en las cartas también había referencias a esa minúscula porción de la ciudad que eran el edificio y un radio de dos o tres cuadras adonde iba cada día a hacer las compras y cumplir con recados de su patrona. Las personas que iba conociendo, otros trabajadores y trabajadoras como ella: el portero con el que alguna vez dejó entrever podría haber habido un romance, una mucama paraguaya que le pasaba recetas de cocina de su tierra, el carnicero del mercado o la viejita que mendigaba a la salida de la iglesia: ellos también eran esa ciudad, esa geografía nueva que la abuela relataba en sus cartas.

Creo que en esa época, a mis 8 o 9 años, cuando esperaba con ansiedad las cartas de la abuela (y por sus cartas) decidí que yo me iría también un día a vivir a la gran ciudad, Buenosaire como le decíamos aspirando las eses, o la Capi como decíamos para hacernos los interesantes. Algún día iba a subirme a un micro y a cruzar el puente de nombre tan hermoso (Zárate Brazo Largo) que separaba mi provincia de la capital. Pasaron alrededor de veinte años hasta que seguí los pasos de la abuela que entonces se había jubilado y vivía en el conturbado bonaerense con mi tía Sara. Esos primeros tiempos hacía lo mismo que ella: caminar, deambular, al principio solo por el barrio, después sintiéndome más confianzuda, con la Guía T (la predecesora del Google Maps, una guía en papel, con mapitas y medios de transporte que te llevaban donde quisieras ir) siempre agarrada en la mano, tomándome el subte o el colectivo para ir cada vez un poco más allá. Prefería siempre el colectivo porque podía ir mirando la ciudad por la ventanilla. A veces me perdía, me pasaba una parada y ya no sabía dónde estaba, me asustaba y siempre pensaba en la abuela. ¿Se habría perdido más de una vez? ¿Qué habría hecho? ¿Habría preguntado a alguien cómo volver? ¿Se habría desesperado? Y, aun sin perderme, muchas veces me pregunté si la abuela también se habría sentido sola, como a veces me sentía yo, en la ciudad inabarcable. 

Esas expediciones de reconocimiento me gustaban mucho. Era sorprendente todo lo que se veía mirando hacia arriba: balcones, molduras, cúpulas, viejas gárgolas, veletas de hierro, yuyos creciendo en las cornisas… y si miraba hacia abajo: las rejillas de los subtes, placas doradas que decían algo así como aquí pisó el Papa, flechas indicadoras, baldosas de distintos tipos, tamaños, colores, texturas, además de colillas, basura y mierda de perro.

Hace veinticinco años que vivo en Buenos Aires, casi la mitad de mi vida. Sin embargo no llegué a conocer ni media ciudad. Todavía me sigue asombrando. Es que es imposible conocer entera cualquier ciudad porque las ciudades están vivas y cambian todo el tiempo. A fines de los años veinte y principios del treinta, Roberto Arlt fue columnista del diario El Mundo y allí publicaba sus famosas Aguafuertes porteñas: textos muy breves donde narraba barrios, personajes, oficios a punto de extinguirse. Varios de ellos hablan del barrio donde vivo, Flores, pues Arlt también era vecino. Cada tanto las busco y las releo, es impresionante desmontar el paisaje que conozco (edificios, calles asfaltadas, tráfico, gente más gente, comercios, cemento) y verlo a través de los ojos de Arlt: mucho verde, quintas de fin de semana, carros tirados por caballos. Si lo pensamos cien años no parece tanto tiempo para una ciudad, si ahora las personas viven ochenta, noventa años. Sin embargo esa ciudad de las Aguafuertes ya no existe hace décadas. Pero a veces, es posible encontrar algo, un gesto de aquella ciudad, perdido entre edificios modernos, aflorando en una grieta del asfalto o en una excavación para extender las líneas del subterráneo. Pequeños detalles. Destellos de otras épocas que sobreviven. Si se fijan detalles y destellos son palabras parecidas.

Hace un tiempo hicimos una remodelación bastante radical en la casa. Con los arquitectos descubrimos que la casa original era de 1910 y había tenido otra reforma grande en los años sesenta, así la conocimos y la vivimos durante mucho tiempo. Los arquitectos sostenían que debajo del cielorraso de yeso, debía tener bovedillas de ladrillos vistos como se usaba en esa época. Efectivamente, los albañiles picaron hasta llegar a la bovedilla que fue restaurada. Sólo pudieron recuperarla en el comedor, el resto ya estaba tan intervenido que fue imposible. Pero rescatar esa parte fue como honrar la memoria de la casa, traer al siglo XXI un pedacito de principios del XX. Del mismo modo, la ciudad se va haciendo capa sobre capa.

Por mis libros viajo varias veces al año a ciudades que visito por primera vez. Esos viajes suelen estar llenos de actividades y dejarme muy poco tiempo para pasear. Soy una mala turista, así que eso no me preocupa demasiado, pero sería una pena ir a un sitio que no conozco y solo ver un poco a través de la ventana de la habitación del hotel. Así que siempre intento hacer algunas escaramuzas. Por lo general googleo: “qué ver en tal lugar en un solo día”. Aparecen cinco o seis opciones, elijo una y voy hacia allí, menos por el interés de lo que me prometen que hay que ver sí o sí, que por la intriga de qué otras cosas puede haber cerca, en la periferia cercana de ese “sitio de interés”. Y les puedo asegurar que siempre lo más interesante no es el monumento, la catedral o el museo si no alguna otra cosa: una inscripción en el piso, tal vez una pintada que quedó de alguna protesta; una pegatina en un muro, un bar donde dos viejos toman una cerveza; el llamador de una puerta con forma de diablo, o el callejón donde los empleados de un restorán fuman acodados en los contenedores de basura. 

Una buena medida podría ser anotar estas impresiones, detalles, escenitas mínimas, cosas oídas al pasar, en una libreta, en un diario, en las notas de voz del teléfono y después recurrir a ellas cuando necesito material para escribir. Pero lo cierto es que nunca lo hago. Me gusta creer que las cosas que nos impactan realmente quedan en la memoria. Y que lo que se pierde será porque al final no era tan interesante. No tomo notas, pero sí me gusta sacar fotos. Algunas de esas fotos están pasando aquí ahora en la pantalla. También en el encuadre busco el detalle. No me importa todo la iglesia, por ejemplo, si no sólo la virgen pequeñita, perdida en la inmensidad de la nave. No me importa toda la calle si no apenas el cablerío. No me importa el edificio, si no el graffitti que alguien estampó en una de sus paredes.

Para escribir una ciudad como para escribir absolutamente cualquier cosa, hay que detenerse, no literalmente porque también las ciudades se escriben caminándolas. Me refiero a una especie de tiempo suspendido que se va a prolongar más allá de esa caminata, de ese día, y aquí de nuevo: lo que queda en la memoria, pero no en un primer plano del recuerdo: eso que puede volver días, semanas, incluso años más tarde. 

Hace ocho años escribo una columna en el diario Perfil, cada quince días. Se llama Apuntes en viaje, así que una buena parte de esos textos tiene que ver con ciudades de distintas partes del mundo o con Buenos Aires. Son textos breves, no tanto como cien palabras, un poco más, pero hay un límite de caracteres que a mí no solo me resulta estimulante si no que de alguna manera me ayudó a imprimirle un estilo a esos textos: no me interesa contar un relato completo, con una resolución. Si no que el texto termine cuando se me acaben los caracteres, sin que importe mucho si llegué a contar lo que quería contar o si terminé de desarrollar la idea. Lo curioso de escribir sobre un detalle nuevo que llama mi atención es que, por lo general, terminamos asociándolo enseguida a otras cosas, otras historias, momentos, incluso a otros detalles. Y aquí de nuevo pienso en la palabra destello que tanto se le parece: algo destella e ilumina otros recuerdos igual de minúsculos pero también igual de potentes para haber quedado allí el tiempo que sea que lleven, listos para empezar a desplegarse, a vivir de nuevo, actualizados. ¿Sabían que una garrapata puede vivir en estado de latencia, sin comer ni beber, unos dieciocho años? Esperando a que pase cerca de ella un animal de sangre caliente del cual prenderse. Dieciocho años. Aunque sea una alimaña bastante desagradable, me causa admiración su paciencia y su persistencia. Y una dosis de ambas cosas: paciencia y persistencia, son buenas a la hora de ponerse a escribir.

Ahora quiero compartir con ustedes algunos textos de la columna Apuntes en viaje.

Cables

Es sábado a la noche y estoy en la vereda de un bar, un boliche, en Bogotá. Salí a tomar aire, huyendo de la pista llena de cuerpos pegajosos, de perreo, luces y calor. Afuera se está bien. Afuera se agrupan muchachas y muchachos que están a punto de entrar, todavía frescos, todavía oliendo a perfume, el maquillaje intacto, la ropa en su sitio. Las letras de neón en el frente del bar resplandecen en la calle oscura. No es que sea particularmente oscura, si no que las calles de la ciudad parecen siempre en la penumbra, de noche pero también de día, ese cielo siempre gris, siempre a punto de llover o llovido o lloviendo. Y el cablerío. Los cables atraviesan las calles formando entramados inverosímiles; tensos en el mejor de los casos, colgando como bombachas vencidas la mayor parte del tiempo. Es imposible mirar hacia arriba y no sentirte un animal a punto de caer en la red de un cazador… podría decir pez y pescador, pero no porque en este caso la red enorme, gruesa, viene de arriba,  caerá como una manta, una trampa sutil.

Me quedo viendo el cableado, un poco mareada por los hilos que van y vienen, se enredan, tejidos por una araña perezosa. Pienso, me acuerdo, de una foto impresionante del mexicano Enrique Metinides, una de mis favoritas de El Niño como le decían sus compañeros de la sección policiales de los diarios de su época, pues Metinides empezó a trabajar como aprendiz de fotógrafo a los diez años, todavía un chico de pantalones cortos, en la México de los cincuenta.

Un obrero yace sobre la red que forman los cables tal vez de un tendido eléctrico, tal vez telefónico. El cuerpo de espaldas, los brazos abiertos en cruz, en la foto se ve la raya perfecta del pantalón y los mocasines que vestía el operario. Casi no parece un cadáver, casi da la impresión de ser un trapecista que se ha dejado caer en la red luego de dar tres o cuatro vueltas completas en el aire.

De estos cables el pensamiento va a los hilos tensos que forman como alambrados aéreos al costado de la ruta. He visto, hace un tiempo atrás, creo que luego de una temporada de inundaciones, cientos de miles de bolitas oscuras colgando de esos cables. Lo he visto desde la ventanilla del micro que hace el recorrido entre Paraná y Santa Fe, saliendo del túnel subfluvial, ya del lado santafesino. Las recuerdo como algo fuera de lugar en la postal de una mañana soleada, de cielo absolutamente limpio. El brillo de la seda entre los cables negros, la extrañeza de esas motas que parecían suspendidas en el aire, el reconocimiento (se podría decir reconocimiento si es la primera vez que se asiste a algo?) tardío, un poco espantado, bastante fascinado: arañas, cientos de miles de arañas de un tamaño lo suficientemente considerable para que se vean desde un vehículo a una velocidad promedio. Arañas o crías de arañas. En los cables, del mismo modo que entre los troncos de los espinillos. Redes cristalinas al costado de la ruta. Fue por la misma época en que volvieron los irupés a esa parte del Paraná. Por eso creo que fue en el tiempo de las inundaciones. 

Cuando entro de nuevo al boliche veo a una chica liliputiense, hermosa y perfecta en su tamaño diminuto. Nunca vi una mujer tan pequeña. Vestida como la mayoría de las muchachas con ropa ajustada y transparencias, se menea con su grupo de amigos. En las pantallas que cuelgan del techo Shakira se desquita, multiplicada, de su ex. Todos saben la canción de memoria, yo también la sé.

Comida china

Cuando me mudé a Buenos Aires, a fines de los noventa, los restoranes chinos eran una novedad para mí. Creo que en Paraná había abierto poco antes un diente libre chino, pero nunca había tenido plata para ir. Acá estaban en todas partes y eran baratos. Me acuerdo de los muebles feos: sillas de caño con asientos de algo parecido a la pana, los salones saturados de lámparas de papel, el olor dulzón y pegajoso de la salsa de soja, las bandejas metálicas rebosantes de chau fan tibio o arrolladitos primavera, crujientes y grasosos. 

Ya un poco harta del tenedor libre -que a mí nunca me rinde porque como poco-, una salida con amigos porteños me llevó a Cantón, en la calle Córdoba. Era a la carta, pero de precios accesibles y platos gigantes. La comida cantonesa era bastante más sofisticada. A los dos o tres años de mi primera visita, Cantón cerró y todos nos lamentamos la vez que fuimos y encontramos las luces apagadas y el local vacío.

Entonces vino la época del delivery de comida china. Las bandejas de plástico hasta el tope de chau mien o salteado de vegetales o, por supuesto, los arrolladitos primavera siempre grasientos mas no crujientes, sancochados entre el plástico de la bandeja y el papel film con el que las sellaban. Ponían tanta comida y tantas vueltas de papel film que era imposible abrir los paquetes sin derramar una buena parte del plato.

En algún momento, hará diez años, dije basta a la comida china. No es que lo dijera como una promesa, simplemente nunca más se me ocurrió entrar a un restorán o pedirla por teléfono.

Pero el año pasado fui a Santiago unos días. Mi amigo Diego pasó a buscarme por el hotel, para dar un paseo y almorzar. Hicimos una caminata larga, un día precioso, caluroso para ser agosto. Después de charlar un rato me preguntó si me gustaba la comida china porque quería llevarme a Lung Fu. Le dije que sí. Por más que ya no me gustara, siempre me parece de mala educación desairar el plan de un anfitrión. Y además que dijera el nombre del lugar y no simplemente “un restorán chino”, debía querer decir algo. Seguimos caminando hasta la entrada de una galería. Esas galerías maravillosas que sobriviven a los malls chilenos, con carteles de neón en la entrada que marcan con flechas arriba, abajo, a los costados, indicando relojerías, casas de cambio, sex shops, comiquerías, ropa.

Bajamos un piso por escalera. Ahí abajo todo era silencioso y más oscuro. Caminamos un trecho y entramos. Parecía aún más oscuro que afuera. Una mujer china, vieja y diminuta, asomaba atrás del mostrador de madera de la recepción. Nos indicó con una inclinación suave de la cabeza que siguiéramos adelante. Seguimos y nos topamos con una gigantesca pajarera vidriada desde el piso hasta el techo. Adentro había un árbol y un centenar de pájaros pequeños, de distintos colores, que volaban en su celda transparente o se posaban en las ramas del árbol. Era extraño. Daba un poco de miedo y un poco de asco tantos pájaros juntos. Pensé qué pasaría si rompían el vidrio y empezaban a pasar por sobre las cabezas y los platos de los comensales, llevándose mechones de pelo y restos de comida entre sus garras minúsculas.

El salón estaba recargado de adornos, hermosos por separado, delirantes y también aterradores todos juntos. Una alfombra espesa y apelmazada por el tiempo y los vapores de los clientes y la comida, atemperaba el ruido de pasos, cubiertos, conversaciones.

La comida era deliciosa, la mejor comida china que probé nunca. Pedimos los únicos wan tan vacíos del mundo y alas de pollo rellenas con cerdo.

Asunción

Al Lido se llega palmeando como se le decía a pasear por la calle Palma, varias cuadras de negocios y tiendas, por las que los asuncenos y las asuncenas salían a dar vueltas y engordar la vista en las vidrieras. Así empieza mi primer día en Asunción, palmeando, comiendo mbeju, chipa guasu y pastel mandi´o con su correspondiente Pilsen helada.

Al mediodía el Lido, uno de los comederos más famosos de la ciudad, ubicado frente al Panteón de los Héroes, es un hervidero de gente y a veces hay que estar un rato al acecho para conseguir un lugar en la barra ondulada que ocupa todo el salón en redondo. Como una ola espumosa que rodea la islita de mujeres que trabajan allí, tomando pedidos, yendo a vocearlos al pie de una escalera (la cocina está en el primer piso), recibiéndolos y volviendo a depositarlos frente a los comensales. Sirviendo chops de Pilsen de mandioca o regular, haciendo licuados, acarreando platillos con un pan parecido a una brioche que fabrican allí mismo. Hay mucho ruido en el Lido, voces, cubiertos, vasos, sin embargo es posible hablar y escucharse. Afuera hay unas pocas mesas y parece un restorán común y corriente, pero la gracia es estar adentro.

Apenas llevo unas horas aquí y Asunción me parece curiosa y hermosa. Se lo digo a una amiga por wasap y ella me responde con una carcajada: a su madre, me dice, también le encantaba y ella no entendía por qué podía gustarle un sitio tan pobre y feo. 

Me encanta el modo en que los tiempos parecen superponerse como en esas paredes donde se pegan carteles una y otra vez y se van rasgando y aparece abajo un fragmento del anterior. Algo así sucede en las calles de Asunción: un edificio colonial asoma entre otros que quisieron ser modernos en los ochenta, otro restaurado convive con uno de la misma época venido abajo o con un grafitti de pared completa pintado hace poco. Los autos importados, las camionetas imponentes comparten la misma calle con los colectivos urbanos de la década del setenta. La estación de ferrocarril, la primera de latinoamérica, volvió a la vida en épocas de Lugo como centro cultural y después fue confinada nuevamente a aburridísimo museo ferroviario. Al lado una casona que, me cuentan, fue un prostíbulo legendario, luego también un centro cultural, ahora con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Justo donde termina la casona, en la esquina, hay unos árboles y dos mujeres que esperan clientes a la sombra, como diciendo qué nos importa que todo esto sea un espectro de lo que fue: zona prostibularia se respeta, carajo. Yendo por la costanera hacia el puerto también hay restos del pasado: grúas viejísimas, detenidas hace décadas, y maquinaria moderna trabajando a todo vapor.

Al atardecer subimos al barrio San Jerónimo, un caserío simpático con las casitas pintadas de colores chillones. Para ir al bar que queda en el lugar más alto subimos escaleritas que pasan por los patios de los vecinos. Las puertas y las ventanas de las casas están abiertas, adentro sus habitantes hacen su vida como si nada y las estampas se repiten: televisores encendidos, gente comiendo. 

El bar supo tener una vista espectacular al río, pero ahora nos topamos con una mole de cemento en plena construcción: un gigantesco y grosero estacionamiento de varios pisos. Igual pedimos unas cervezas y nos sentamos en la terracita a mirar cómo, allá lejos, trabajan los obreros. El ruido de las máquinas llega atemperado, el esqueleto de concreto iluminado brilla en la bruma que se levanta del río.

Brasilia

Caminamos por la ciudad que parece deshabitada. Apenas unas pocas personas, casi como si nuestro entorno fuera una maqueta a la que, de tanto en tanto, le pegaran algunos muñequitos para dar la idea de vida. Solamente en las paradas de ómnibus se ven unas decenas de personas. Son las cinco de la tarde y están saliendo del trabajo. De esos edificios enormes, todos iguales, uno atrás del otro, en cuyos costados, en gigantescas letras de metal, se lee Ministerio de tal cosa. Brasilia es una ciudad rarísima. Me da la impresión de estar en un afiche de una película de ciencia ficción de los años 40, alguna en la que una peste arrasó con buena parte de la humanidad o en la que una flota de platillos voladores se chupó a todos los humanos del condado.

El cielo está gris y estuvo lloviendo. Al lado del rectángulo de la biblioteca nacional hay una especie de cúpula que nace en una plazoleta recortada por espejos de agua perfectamente redondos: es el museo y también parece una nave interplanetaria. Para entrar a una de las salas hay que subir una escalerita, tal como si siguiéramos el camino de luz de un ovni. En la biblioteca hay una exposición que se llama Eu leitor: la parte de abajo es aburridísima, con líneas de tiempo y fechas, la invención del papel, de la prensa, de la máquina de escribir, etcétera, en una de las paredes; y en la de enfrente otra que marca los hitos de la literatura. Desde Gilgamesh (uno de mis personajes favoritos de mi ídolo Robin Wood aunque, claro, no se están refiriendo a este Gilgamesh. Yo lo pondría en mi línea de tiempo de lectora: pondría todo Robin Wood, todas sus hermosas historias de sumerios, piratas, viajeros del tiempo y tipos simplones como Pepe Sánchez) hasta Paul Auster. Leemos los nombres y las obras y nos damos cuenta de que casi no hay autoras mujeres. Ni brasileñas. Pero en la sala de arriba está lo mejor: varias instalaciones que tienen que ver con la lectura. Una de las que más me gusta consiste en una mesa larguísima con montones de tacitas y platitos de porcelana blanca, una mesa tendida para el té, y en la pared las ilustraciones de Alicia en el País de las Maravillas. Mientras rodeás la mesa o te sentás, en un altavoz alguien lee fragmentos de montones de obras de la literatura universal. Pesco al pasar uno de Sangre sabia, de Flannery O´Connor.

Saliendo de allí caminamos unas cuadras hasta la catedral. No me interesan en general las catedrales, pero esta es por supuesto extrañísima: esas puntas que se ven a ras del suelo es la cúpula pues la nave de la catedral es subterránea. Adentro en el altar hay una virgen muy pequeñita y negra: es Nossa Senhora da Aparecida, la patrona de Brasil. Dicen que unos pescadores la rescataron del fondo del río. Unas cuadras más, son largas la cuadras en Brasilia, y llegamos a la plaza de los tres poderes. Antes el Palacio Itamaraty con sus jardines acuáticos. Me impacta la modernidad de los arcos contrastando con los irupés y los juncos que adornan sus jardines. Un pájaro blanco, zancudo y con las plumas muy espumosas anda por la veredita, un signo de vida en este remoto planeta.

A la noche van a mostrarme la forma del plano de Brasilia en el google map. Mis anfitriones dicen que tiene la forma de una avión, aunque Niemayer, el arquitecto que la pensó y construyó en los años 60, decía que tenía forma de mariposa. Si se la mira bien yo diría que tiene forma de libélula: un aguacil posado sobre cualquiera de las plantas acuáticas de Itamaraty.

El Barrio

Nueva York nos recibe con los últimos coletazos del verano. El viernes a media mañana soleado, salimos transpiradas del subte, arrastrando las maletas. Odio despachar valija, pero voy a estar varios días y caí en la trampa y ya estoy arrepentida. Llegamos a El Barrio, donde alquilamos un departamentito para las cuatro. Alejado del Manhattan lujoso adonde iremos a parar unos días después, esta previa en un barrio pobretón donde no escucharemos hablar inglés en toda la estadía. Sí se escucha la música contagiosa del portorriqueño, el mexicano, el colombiano, el peruano, el panameño. Los carteles vibrantes ofrecen tacos, carnitas, arepas, micheladas. Las caras cubiertas con grandes lentes espejados, las ropas coloridas, las verdulerías en la calle con los canastos rebosantes de frutas tropicales, los viejos sentados en los umbrales de las casas, los quebrados en una duermevela permanente echados en las veredas, las santerías y las casas de empeño con sus vidrieras repletas de las joyas de las familias pobres, las caravanas de oro de la abuela, las alianzas que traían en los dedos mamá y papá cuando llegaron, jovencitos, recién casados, las medallitas de bautismo. Todo huele a porro. Toda Nueva York, no solo este barrio, nuestro por un rato. Nos hallamos enseguida. Los edificios con su ortopedia de escaleras de incendio, con sus muros pintados, sus ladrillos a la vista. El subte con sus venecitas y su olor a meo.

Es mi primera vez en Nueva York. Me pasa algo raro: me asombra y al mismo tiempo la he visto tantas veces en tantas series y películas, que me resulta familiar. Cuando llegamos al departamento, nos damos cuenta que el dueño evitó aclarar que hay que subir tres pisos por escalera. Tres pisos con estos mamotretos de valijas. Excepto una de nosotras, más atlética, las otras decimos que vamos a tener que programar muy bien cuántas veces salir al día. Se sale y solo se regresa una vez. 

Esa noche estamos invitadas a comer a la casa de Ana, una poeta argentina que vive hace cincuenta años en la ciudad. No la conocíamos, no la habíamos leído. Creo que Ana es el descubrimiento más lindo que me regala Nueva York. Está en pleito con los vecinos porque se quejan de que fuma en su propia casa, que el olor sale por debajo de la puerta y contamina el pasillo. Está en pie de guerra y piensa mantenerse así. Nos habían pedido que cada una llevara una canción. Pensamos que porque iba a pintar baile. Y después pinta porque desvirtuamos la invitación con la tercera botella de vino. La idea original de nuestra anfitriona es sentarse y escuchar la música que traen sus invitadas. Escuchar para conocer otra música, dice. Hacer silencio y escuchar. Lo hacemos un rato, pero enseguida corremos los muebles, la sacamos a bailar.

Tenemos en agenda un par de cosas de turistas. Cruzar el puente de Brooklyn, lo hacemos cerca del mediodía, unas más en las largas filas de gente de todo el mundo, caminando como en una procesión interrumpida por los que se detienen a tomarse fotos, nosotras también interrumpimos el paso para registrar que estamos aquí. El East River se despliega hermoso a nuestro alrededor, lleno de brillos y allá a lo lejos llegamos a ver la Estatua de la Libertad. La segunda cosa es ir el domingo por la mañana a escuchar gospel a una iglesia del barrio. Otra vez parte de la larga fila de turistas. Odio ser turista, pero qué hermoso escuchar al pastor y qué maravilla el coro y cómo acompañan los fieles y cómo se mueven los cuerpos al son del Señor.